miércoles, 12 de marzo de 2014

Aciago desespero






Una desesperada exclamación a media voz, en medio de la noche, que le despertó. Provenía de lo más hondo de su ser, su frustración tomó el volante de su cuerpo. Era una versión desesperada de sí mismo. Una desesperación acumulada durante toda la vida, gota a gota. Ahora no le cabía ya una gota más. Rebosaba, sentía que por mucho que luchara, libraba una batalla perdida.

Sentado en la cama, en la oscuridad, Alberto estaba expuesto a sus propios recuerdos y pensamientos, se preguntó como los demás eran capaces de soportar sus vidas con una sonrisa en los labios. El nunca había querido hacer mal a nadie, y aún así, tenía problemas para conciliar el sueño, incluso para vivir consigo mismo. Siempre había querido el bien para sí, para los suyos. En lugar de eso, solo había problemas en su horizonte, la vida estaba resultando demasiado dura para el, cada vez le costaba más aguantarlo todo. No tenía nada, ni amor, ni dinero, ni trabajo. Su salud nada más, y no era gran cosa. Dolor y horror ante lo que tenía ante si era todo lo que sentía desde hacía algún tiempo.

No pudo seguir allí. Saturado por lo que sentía, se vistió en un arrebato con lo primero que encontró y salió de su minipiso.

Caminó por las vacías calles con la mirada perdida. Eran las cinco de la mañana de un miércoles, la gente dormía en sus casas y no había en la calle más ser vivo que las omnipresentes gaviotas, y él mismo. Las gaviotas contaminaban la quietud de la madrugada con sus nada dosificados graznidos. A Alberto le sonaban escalofriantemente tétricos.

Se detuvo ante los muelles. Podía ver el reflejo de su demacrado rostro en las tranquilas aguas. Pensó que ahí podía estar la respuesta, el apagar un incesante calvario en un momento. Escupió en el agua. Las ondas que se formaron parecían decirle algo sin palabras.

Esperó a que las ondas cesaran. El pequeño barullo que las gaviotas organizaban le resultaba cada vez más molesto, casi ofensivo, como casi todo lo que había vivido. Respiró hondo y cerró los ojos. Vacilante, avanzó un tembloroso paso hacia su particular alivio permanente.

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