jueves, 19 de junio de 2014

La mirada de un perro







Bajo un exterior silencioso y discreto, llevaba por dentro una tormenta eléctrica desatada a plena intensidad, que podría acabar por destruir a su portador en no demasiado tiempo. Ha perdido la cuenta de cuando empezó, y ya está empezando a acusar sus efectos. Le está erosionando rápidamente, lo que le hace temer que en cualquier momento pueda colapsarse brutalmente.

 Estaba desintegrado, con el alma en implosión, y un cuerpo traidor que desobedecía a su mente, eso era lo que había pasado hacía apenas dos horas. No se había atrevido a acabar consigo mismo. Siempre había tenido la habilidad de dar siempre un mal paso. Era el don de la equivocación. Momentos inoportunos, decisiones equívocas, y acciones que le conducían a estrellarse una y otra vez contra un muro de piedra.

Puta vida, pensaba. Ojalá pudiera rebobinar y volver a aquellos momentos cruciales en los que se estropeaba todo. Pero ya había rebasado la fase de andar por la cuerda floja. Se había caído de ella y se había estrellado contra el suelo, cayendo de mala manera, y rompiéndose todo lo que podía romperse.

Eran las siete de la mañana, quizá algo más tarde, y Alberto estaba naufragando en su casa en un mar de ginebra y whisky. Replanteandose su vida, el alcohol parecía darle algo de perspectiva.

Al borde de los cuarenta, temiendo un colapso peor que el de los 30, que no le habían sentado muy bien. Le fue complicado asimilar la treintena, y ahora, estaba a punto de rebasarla sin remedio. Salió de casa, para huir de las paredes que le aprisionaban, estrechándose.

Caminó entre terrazas en las que las sombrillas parecen banderas, proclamamando la propiedad de las calles públicas conquistadas a traición. Se sentía como Scott Carey, empequeñeciendose cada vez más, y sintiéndose cada vez más frágil, mas amenazado por un entorno cada vez más hostil. Con los sentimientos medio rotos, y la situación laboral radioactiva, no veía motivos para sonreír ni pensar positivamente, no recordaba la última vez que lo había hecho.

Un perro que estaba allí sentado, le llamó la atención, provocó que detuviera su erratico paseo, para responder a la fija mirada que el animal le dispensaba. No parecía tener dueño alguno, no había nadie en esa calle.

Con el síndrome del perro abandonado, no era difícil que esa mirada le hubiera capturado.
Hay algo en la mirada de un perro, un algo indescriptible, pero infinitamente perceptible. Un algo que no tienen ni  los gatos. Algo que le hace pensar en la propia vida, a la vez que en el perro que no cesa de mirarte,  y en todos los perros que conoció durante la trayectoria de su vida, evocando y reviviendo la dulce sensación de su presencia.

Como si el perro le dictara los pensamientos, de repente pensó en la futilidad de tanto lamento y autoflagelación. Algo le decía que debía emplear el tiempo que le quedaba en reparar los desperfectos de su vida, en lugar de revolcarse en ellos. Puede que no fuera fácil, puede que ni tan siquiera lo lograra, pero debía conducirse por un camino distinto que por el que llevaba tiempo transitando. Temió que el cambio le costara todo, aunque realmente no tenía nada.

Cuando salió de aquel pequeño trance, giró la cabeza y vio al perro alejarse trotando mientras meneaba la cola. En su cabeza, surgió un concepto que no había aparecido en años: Soluciones.





1 comentario:

  1. Me hiciste recordar lo tenso que me ponía con la mirada fija de un perro, antes. Los animales parecen mirarte con fuerte intención de asomarse al interior.

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