viernes, 4 de abril de 2014

Crónicas de Julio Arias: Abrasador-1






Julio se despertó con un dolor de cabeza comparable al de una resaca. Estaba tirado en el suelo de algún lugar en el que no quería estar. Se levantó pesadamente y empezó a recorrerlo. Por lo que veía, parecía estar en el interior de una casa abandonada de finales del siglo XIX, una casa del misterio. Olía a humo allí dentro, además de otras cosas que no acertaba a identificar en ese preciso instante, en el que no podía pensar con toda la claridad de la que era capaz normalmente. En lo que si pensaba, una vez tomó conciencia de los últimos acontecimientos, es de que una vez más, se había metido de lleno en un auténtico berenjenal. Había hurgado en la herida de alguien con gran acierto y alguien estaba muy cabreado con él. Cabreado hasta el extremo de querer liquidarlo. Volvió a venirle olor a humo, con más fuerza, y se temió lo peor.

Sin dejar de recorrer aquella solitaria y siniestra estancia, entre muebles antiguos desvencijados y colecciones de libros cuya edición más reciente databa de 1909, llegó ante lo que parecían unas escaleras, escaleras que en un momento desistió de utilizar. Julio parecía estar en el piso superior de aquella casa, y los inferiores estaban en llamas, amenazando con alcanzar pronto el lugar en el que el estaba. Se puso en marcha volviendo sobre sus pasos de vuelta a la biblioteca, en busca de una salida. Había vislumbrado algo que podía sacarle de aquel apuro.

Alcanzó enseguida la terraza de la vieja biblioteca de aquel lugar, y forzó las hojas de los grandes ventanales, que abrían hacia fuera. Se asomó. Había viejos y altos árboles muy cerca, al alcance. Iba a intentar escapar por medio de ellos. Las posibilidades no es que fueran muchas, tenía los árboles, o morir ahogado por el humo, y chamuscado por las llamas que ya lamían el piso superior y dejaban notar su calor. Así hizo de tripas corazón y salió al exterior para aproximarse a los árboles mediante uno de los ventanales, cuyas rendijas de madera le permitían encajar manos y pies y le daban un punto de apoyo seguro de momento.

Colgando de un ventanal, en un antiguo caserón incendiado, ya estaba a pocos centímetros del árbol mas próximo, sin dejar de deslizarse despacio, podía tocar algunas ramas si extendía un poco la mano, para sujetarse a ella. No se lo pensó demasiado, era un asunto de vida o muerte, así que agarró la rama que más sólida y segura le pareció, y se cogió a ella, separándose del ventanal poco a poco. Con movimientos suaves, se abrazó a la gruesa rama, que contrariamente a los temores que sentía, no cedió a su peso ni se rompió. En menos de cinco minutos, estaba en el árbol, y con el pie, empujó el ventanal hacia dentro, para que cuando las llamas lo devoraran, no tocara el árbol. Un árbol que le había salvado la vida. Se giró despacio para mirar directamente a la casa, y pudo ver con cierta congoja que las llamas ya habían alcanzado el piso superior. Si hubiera tardado un poco más en decidirse, seguramente habría caído en el intento. Cuando pudo apartar la vista de tan dantesco espectáculo, miró hacia abajo para calcular cuanto le costaría bajarse de aquel árbol. Le pareció que serían unos siete u ocho metros. Quería alejarse de aquel inquietante escenario cuanto antes, y comenzó su descenso a tierra firme.

Casi unos quince minutos después, estaba en el suelo. Como no tenía práctica desde que era niño en trepar árboles, el último metro y medio de bajada fue algo brusco. No pudo evitar caerse. No se había hecho apenas daño, la hierba amortiguó bastante el golpe afortunadamente. Se sacudió tierra, hojas, y briznas de hierba de la ropa y el pelo, y se fue pitando de allí. Necesitaba irse a casa. Limpiarse del olor a humo, quitarse de encima la sombra de la muerte que durante unos instantes planeó sobre el, y descansar.

Ya en casa, bajo la ducha, pensó en como habían transcurrido aquellas dos últimas semanas que desembocaron en ese desquiciado día. Parecían unos anodinos días de Mayo del 83, en el que un amigo de Julio que trabajaba en otro periódico le ofreció toda la información recopilada sobre un asesino, que su periódico no quería publicar. Era un caso jugoso sobre el que Julio ya había oído algo, y Julio, como siempre, quería la puta historia.

Se hablaba de un psicópata que llevaba unos meses abusando sexualmente y matando a mujeres de entre 30 y 40 años, tras lo que incendiaba el escenario del crimen. Aún no se le había cogido ni había pistas claras acerca de el, por lo que comenzaba a prender el pánico en las calles, motivo por el que el otro periódico había desechado publicar nada acerca de aquello. Julio tomo la historia intrigado, aquella ciudad no estaba nada acostumbrada a semejantes atrocidades, lo únicos crímenes que se veían eran robos con mayor o menor violencia, pero aquello era distinto.

El instinto de Julio reaccionó. Supo inmediatamente que había algo muy interesante en aquellos aleatorios y misteriosos crímenes. Algo en lo que hurgar, desenterrar y mostrar al público. Eso era lo que hacía mejor, y lo que le había valido el apelativo con el que los compañeros de profesión se referían a él: El profanador. Porque el profanaba los secretos mas enterrados en sus propias tumbas. Era el juego que mejor se le daba.

Se puso con el tema de inmediato, una vez tuvo todos los datos, que repasó una y otra vez, para poder formarse su propia composición, y seguir el hilo que podía conducirlo al epicentro de aquel macabro y feo asunto.En los perfiles de las víctimas estaban, entre lineas, muchas pistas reveladoras acerca de quien había cometido los crímenes. Había más nexos de los que nadie había supuesto con anterioridad. El otro periodista se había limitado a recopilar datos sin captar el mensaje que transmitían. Las víctimas estaban interconectadas de alguna manera, y no sólo porque residieran en la misma zona de la ciudad.

Tenía material más que suficiente para publicar durante unos días, y así se lo hizo saber a Enrique, su editor:

-Voy a comenzar un monográfico sobre el psicópata que tenemos por aquí. El que mata, y le pega fuego a todo.

-Servirá de algo preguntarte por tus fuentes? ya se que no. Pero... No tienes otras cosas menos macabras de las que escribir? Vas a provocar el pánico si escribes sobre eso.

-No tal y como yo lo veo. Este asunto traerá cola. Además la gente tiene derecho a saber lo que sucede, tanto si es agradable como si no lo es. Voy a hacerlo.

Enrique dejó que Julio se fuera a su mesa sin decirle nada. Ya había aprendido que disuadirle era tarea imposible. Hacía poco tiempo que Enrique era editor adjunto en funciones, pero ya se conocían lo suficiente. Aunque Julio pudiera ser un poco errático, sabía que si lo dejaba a su aire, volvería con algo realmente bueno. Sucedía con cierta frecuencia, y ya había dado unas cuantas alegrías a la redacción, aunque no sin hacerles sudar de vez en cuando. Los premios que Julio ganaba para el periódico y para si mismo merecían la pena y compensaban los revuelos que a veces organizaba en su búsqueda de las verdades ocultas. Julio era como un perro de presa, nunca desistía, lo que constituía su virtud, pero también podría ser su perdición.

Con los días, comenzó a perfilar la serie de artículos, retratrando al asesino como un penoso y violento personaje sin cultura, que odiaba y temía a las mujeres, atacando a aquellas que, como las víctimas, eran profesionales muy competentes en lo laboral, y autosuficientes en lo personal.

Aunque la noticia ya estaba al cabo de la calle, los artículos de Julio atenuaron parcialmente un temor reverencial ante un asesino, degradado a la categoría de simple mortal por obra de su pluma, lo que no impidió que las ventas de alarmas, cerradura, puertas blindadas, y otros sistemas de seguridad se incrementaran notablemente en la ciudad, seguramente gracias al sector de la población que aún se sentía amenazada por el asesino.

Una noche, mientras tecleaba frenéticamente en la redacción del Eco Ciudadano, absorto como estaba, con el sonido de las teclas solapando cualquier otro, no pudo oír como una sombra se deslizaba en la desierta sala en la que se encontraba trabajando a todo gas. Julio no notó nada, Sólo un  punzante dolor, y luego nada, cayendo desvanecido sobre la máquina de escribir.

Eso era todo hasta la fecha, todo los hechos reseñables que habían tenido lugar. Salió de la ducha y se secó, con la certeza de que todo aquello aún no se había acabado. Julio había supuesto que sus artículos sulfurarían al psicópata, pero creyó que se limitaría a amenazarle por teléfono. Al parecer había acertado de medio a medio en sus artículos, cabreando tanto al demente, que en lugar de una advertencia amenazadora, o un toque de atención, directamente trató de eliminarlo para no ser descubierto y expuesto a la luz pública.

Habían intentado liquidarlo, pero no solamente había fallado, si no que a Julio aún le quedaban cartas por jugar, e iba a tratar de ganar la partida.

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