El, dejó de escribir, el martilleo de la vieja Olivetti,
le estaba levantando dolor de cabeza. Alzó la vista y vió un montón de papeles
desperdigados. Los mundos y las vidas que había ido inventando en la ficción
tomando por asalto la mesa en la que estaba trabajando.
Esa habitación, presidida por un controlado caos. Vió su
propia imagen en un pequeño espejo, colgado torcido, en la pared. Dedicó unos
instantes a examinar su propia imagen. Las gafas de pasta, amplificaban la
tristeza de su mirada, en un marrones ojos sin brillo ni chispa. Su escaso
cabello negro, ya estaba notablemente salpicado de canas, como escupitajos
plateados que le hayan alcanzado, lanzados por la vida, y que no podía
limpiarse. Su cara, comprimida sobre si misma, hacía semanas que no recibía la
visita de hoja de afeitar alguna, ni nada parecido.
Se levantó, a por otro café, y a fumarse otro cigarro, pensando
en lo que estaba haciendo, y en lo que podría hacer. Lo que hacía, era
demasiado poco. Aquel lugar donde vivía, estrangulaba todo lo que podía hacer,
era un desierto en el que sólo medraban unos pocos personajillos tan pretenciosos,
como limitados, pero que se habían procurado su lugar bajo el solo a fuerza de
lametones anales a las más ilustres fuerzas de la población.
Ese era el problema, aquella pequeña ciudad gris y tristona,
que antaño le había visto nacer y cobijado, pero que con el tiempo se había
tornado fría y despiadada, que llegaba a intentar asfixiar a sus propios hijos,
tan destructiva como alguna de las microsectas que en ella moraban, que siempre
se esforzaban en apoderarse de todo lo que brillase, y destruir todo lo demás.
Aquello se estaba tornando completamente insostenible, el ambiente
allí era irrespirable, tóxico en extremo. Se sentía como atrapado en un fuego
cruzado, en el que podía ser abatido desde cualquier ángulo.
Todo era para él allí un cúmulo de pequeñas incomodidades,
que se le iban acumulando. La de ese momento, era que el maldito filtro del
cigarro se le pegaba al labio mientras el humo se le introducía directamente al
ojo. Parecía que últimamente se le pegaba todas las sensaciones nocivas,
sensaciones que amenazaban con encogerle el corazón, si continuaba en aquel
gélido infierno. El constante frío, potenciado por el enrarecido ambiente, se
le clavaba como una gigantesca estalactita de hielo, directa y brutalmente, en
su pecho.
El perro parlante se había ido, para no volver. No quedaba
nada en aquel lugar para él, sólo recuerdos del pasado, y disgustos del
presente, con un futuro muy incierto, o quizá demasiado cargado de una negra
certeza.
Tenía que moverse, y hacerlo cuanto antes, para que su
bohemia y romántica existencia solitaria no sucumbiera ante las punzadas del
hambre y del deprimente entorno, que le acabaría matando.
Pensó, sopesó sus posibilidades, y le entró el pánico ante
la idea de continuar allí. En ese momento, la decisión estaba clara, había que
salir de allí cuanto antes. No quería seguir transitando por aquellas tristes
calles como un espectro, sin saber si era sólido o intangible. No, cuando una
vida de verdad le esperaba en otro lugar, y el necesitaba esa vida.
El que hubiese nacido en aquel lugar, no implicaba que
fuese a convertirse necesariamente en su tumba. Iba a poner fin a las
angustiosas noches que pesaban como una enorme losa, y a los días en el que un
sordo dolor no se le despegaba. Iba a dejar aquella ciudad prisión.
Buscó en el trastero su vieja y fiel mochila, inactiva desde
hacía algún tiempo atrás, y la rescató del olvido. La relleno con lo mínimo
imprescindible para correr ligero, ropa documentación, y un par de libros.
Dejaba fuera de su equipaje el sufrimiento, el aburrimiento, y la angustia.
Al día siguiente, emprendería la marcha, sin mirar atrás, lo
que allí quedaba ya no importaba, la casa en la que vivía no era su casa. Se
iba, a construirse una vida. Seguía a su corazón , que no se
equivocaba.
Lanzarse a la carretera una vez más, excepto por que esta
era la ocasión definitiva, sabiendo, al fin, cual es su lugar en el mundo, un
lugar que no se encuentra en ningún punto geográfico concreto.
Se marchará sin estridencias, sin despedidas multitudinarias,
ni orquestas musicales, discretamente, tan sólo como un habitante que deja esa
pequeña ciudad gris. Dejar atrás esas tierras, malas tierras, en las que un
día, en un instante, acabará por congelarse la vida por completo.
Meterá su escuálido equipaje en un vehículo, y volará rumbo
a un lugar desconocido en busca de un destino largamente soñado. Empezar de
cero, correr tras sus sueños, alcanzar la felicidad donde sabía que se
encontraba. Buscando el trozo de sí mismo que sabe que le falta, el que le
devolverá la vida.
Bueno, esperemos que el protagonista logre encontrar el trozo de si mismo y vuelva a la vida.
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