domingo, 17 de marzo de 2013
Divagaciones caninas
Tener un perro viejo, es como tener un hijo pequeño, necesita de más cuidados y atención, que por suerte, soy capaz de dispensarle. A veces, en medio de la noche, se despierta y llora, y como a un bebé hay que atenderlo y limpiarlo, y no me quedo tranquilo hasta que veo que vuelve a dormirse plácidamente.
A veces lo envidio, una sana envidia, y en ocasiones desearía ser un perrillo como él, que vive según sus propios designios, sin tener que ajustarse a ninguna legislación absurda que los ceporros del gobierno se saquen de la manga para que vivamos aún más encogidos en nosotros mismos, mientras ellos disfrutan su privilegiada posición. Desearía poder dar rienda suelta a la sana curiosidad que los perros profesan, sin tener que reprimirla, olfateando por cualquier lugar, comiendo lo que les venga en gana, soltando sus deposiciones con una desvergüenza admirable, y fornicando cuando tienen ocasión. Sin ocultar su llanto siempre que sienten dolor, sin ocultarse. y manifestar su alegría a la vista de todos. Y todo así, sin más, sin planificar nada, de la forma más natural, según como les viene.
Son todas esas cosas, y quizá otras que ahora se me olvidan, las que me llevan a pensar que quizá la vida de perros, de algunos de ellos, los más afortunados, que de todo hay, sea una vida más feliz que la de los humanos, siempre con cierto temor por la imagen que proyectamos. Los perros no se preocupan de lo que parece, se concentran el lo que realmente es, de ahí mi afinidad con esos magníficos seres, que les importa un pito la artificiosa manera de vivir de los humanos, lo cual aplaudo interiormente.
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