martes, 14 de abril de 2015
Sangre política
Se dice que la política es un ente complejo, eso suelen decir algunos, pero para Gonzalo Romero era algo muy sencillo. Había encontrado la forma definitiva para simplificarla. En menos de dos años en los que llevaba militando en el Partido Ciudadano había experimentado una vertiginosa ascensión en la organización. Una trayectoria sin precedente tanto en ese como en el resto de partidos, que al igual que la prensa local se hacían eco a menudo de su particular caso, que inquietaba a algunos de fuera y de dentro de su partido.
Para Gonzalo ganar unas primarias era un paseo, no sólo por su fascinante mirada de color marrón ni por los apenas cuarenta años que ni aparentaba, tampoco era su corto pelo negro con sienes plateadas, no era su aspecto exterior que jamás había vestido una corbata ni lo haría. Si se dijese que era la desenfrenada pasión que le ponía a las cosas tampoco sería una explicación suficiente, aunque se acercaba.
Unas elecciones a la secretaría general celebradas unos meses antes habían sido para el como un plácido paseo campestre, las había ganado por un amplio margen. Sus rivales habían pasado malos ratos, alguno de ellos aún temblaba al recordarlo, habían estado a punto de perder algo muy valioso,
Su política, a diferencia de sus compañeros de militancia, tenía un tono que podría considerarse un poco agresivo y no residía en ningún estrategismo teórico, estaban más a pie de calle. Su plan no era el llevar a cabo una reforma de lo existente, si no derribar todo lo que estaba mal y construir de nuevo, de otras formas, lo que sacaba de sus casillas a mucha gente. Gente que lo criticaba duramente por motivos políticos, por no contar con un detallado programa pero que se abstenía por alguna razón ir demasiado lejos la crítica. Pero Gonzalo tenía muchos partidarios, gente que le seguiría hasta el final porque sabía que el iría en cabeza, atreviéndose a hacer lo que nunca nadie hizo antes en política, donde nadie más parecía dispuesto a llegar.
En su despacho de la sede del partido, Gonzalo sonreía, sabía que había gente que le acusaba de orquestar actos contra partidos rivales y contra gente del suyo propio. Sabía que era cosa del anterior secretario general, que no asumía el haber perdido contra un recién llegado. A través de la ventana, miraba la luna de una noche clara mientras pensaba en su siguiente objetivo, alcanzar la alcaldía y descargar su ciudad de tantos pesos muertos que llevaba sobre ella, sobrecostes económicos, burocracias interminables, y las gentes de la ciudad pasándolo mal. Acabaría con eso, lo haría sin discursos grandilocuentes y sin tapujos, diría lo que debía decirse y haría lo mismo, se iba a terminar el tiempo de los tecnócratas.
Ya casi notaba el ayuntamiento a su alcance, rindiéndose a el, como debía ser mientras saboreaba un vaso de whisky por el que brindaba por la liberación de su ciudad de la escoria que la ahogaba. El tenía lo que otros sólo deseaban en secreto, voluntad de vencer, un alma rugiente, y el valor de hacer las cosas que fuesen necesarias por todo medio a su alcance por el bien de todos. Nadie más que el podría en esa ciudad de la que se consideraba el defensor, su guardián.
En dos meses, cuando ganara las elecciones y llegara a alcalde a ocupar su lugar en el ayuntamiento, sería una masacre política, especialmente si se resistían. Dio un último trago y guardó el vaso en su cajón, sin limpiarle las marcas rojas que con sus dedos había dejado. Se deslizó en la oscuridad al cuarto de baño, a lavarse las marcas de su última disputa política con el antiguo secretario general en la que Gonzalo había resultado ganador mientras que su oponente se lamía las heridas en su casa o el hospital, no le importaba. Sabía que le llamaban el pequeño Stalin por su temperamento, su poca paciencia, y la rotundidad de sus palabras y sus acciones, quienes lo hacían eran una pequeña cuadrilla de teóricos que le aborrecían por atreverse a pasar a la acción sin consultarles. Le temían, y pronto sus temores podrían verse confirmados cuando por medio de las calles que había hecho suyas ganara las hurnas y alcanzara el gobierno local. Lo que vendría a continuación sería imparable. Quizá para empezar, ya que le habían puesto aquel mote, una purga del enemigo interno, aquellos irritantes elementos que no paraban de molestarle a cada paso. Después, curar y cuidar su ciudad.
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